miércoles, 23 de febrero de 2011

"Aaaaaahggg".

Corría el año... ¿2007? Hacía un estupendo día, y como Ezekie y yo, por aquella época, teníamos un cierto aire kíe, cani, barriobajero, cogimos la bicicleta y fuimos a dar una vuelta sin rumbo marcado. Acabamos (quizás por la cercanía de la zona a mi casa, quizás por las cuestas, vete tú a saber) en esa famosa cuesta que está justo al lado del castillo de Santiago, esa cuesta que tantísimas veces subimos y bajamos, a patita, de día y de noche. En esta ocasión, fue con una bicicleta.
Debido a nuestra alocada e impetuosa personalidad propia de la edad de los 15 años, decidimos bajar la cuesta y, sin frenar, coger la curva. Para quien no lo sepa, la curva es completamente cerrada, de 90 grados y, la cuesta, bastante empinada. Un peligro, vamos.
Yo sería el primero, el conejillo de indias, el primero en, posiblemente, morir. Pero no fue así: la maestría que había alcanzado con un manillar quedó demostrada con el giro perfecto que hice sin darme de bruces contra el suelo.
"Bravo, no hay peligro", pensaría Ezekie.
...
...
Abajo de la cuesta ya, de manera que vería a Ezekie una vez hubiese cogido la curva, vi como, de repente, una mezcla de piernas, manillar, ruedas y cadenas, se encontraban a un palmo del suelo, en una extraña posición horizontal con respecto al suelo. Sí, señores. Ezekie pegó El Pellejazo, con mayúsculas. Y fue, entonces, cuando se produjo una de las situaciones, una de las experiencias más recordadas, recreadas y parodiadas por todos nosotros: Ezekie, mientras su bicicleta se metía bajo un todoterreno próximo, se incorporo, a medias y, sentado sobre el suelo, rodeó sus rodillas con sus brazos y exclamó: ¡Aggggggghhh!

Mítico. Irrepetible.

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